juan y el quijote

Inspiraciones, cartas, cuentos, narrativas, reflexiones y escritos de su autoría.

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plumaroja
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juan y el quijote

Mensaje por plumaroja » Sab Feb 21, 2009 15:39

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Juan y El Quijote



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Juan era un niño de unos 8 años que por causas que nunca pudo comprender, fue llevado (arrancado diría él) del seno de su madre, para trasladarlo a la capital, a un hospicio estatal, o asilo, como se también se le denominaba. En esa época el país se había visto atacado fuertemente por una epidemia de poliomelitis, que con movió a la sociedad toda. Y aunque en menor importancia, también le tocó al pequeño y “lo llevamos para hacerlo ver por profesionales” dijeron los encargados en esas fechas del tema de la minoridad, pues su mamá para poder trabajar, lo dejaba diariamente al cuidado del Estado, en la "Casa Cuna" local, lugar donde las madres que debían trabajar dejaban durante el día a sus niños. El instituto donde “aterrizó” Juan en la Capital se llamaba “Dámaso Larrañaga”.
El pobre Juancito, era un pequeño inquieto, respondón, y por lo mismo era constantemente aporreado por celadores y a veces hasta por los compañeros, que como en todo lugar, los más grandes hacen de los más chicos “sus petizos de los mandados”.
Pero él, tenía entre ceja y ceja, el regreso a su rancho, de ladrillo asentado en barro, techos de paja y chapas de cartón, y sobre todo, a los brazos de su mamá, que como era sirvienta, mucama en una casa de señores ricos, no tenía ni tiempo ni dinero para ir a visitarlo a su lugar de reclusión.
Y Juancito soñaba, soñaba cuando dormía, y se ilusionaba estando despierto, con aquellos lugares donde corría el viento libremente, y el sol doraba los trigales de su pueblo del interior.
Del “famoso” Larrañaga, se hacían escapadas furtivas, en las que participaba Juan, para recorrer la misteriosa Montevideo, una ciudad enorme para unos pibes de pocos años, venidos muchos de tierra adentro.
En una de esas incursiones “por la calle”, el pibe encontró en un bote de basura, la portada de un libro y algunas hojas casi despedazadas, como apenas deletraba algunas frases, casi que no entendía de qué se trataba. En el dibujo se representaba un señor alto, barbado, de estilizada figura, de casi tragicómico aspecto, acompañado de un regordete petizón. Ambos iban a caballo, lo que es una piadosa manera de llamar a los animales, ya que uno era un huesudo rocín y el otro un pequeño jumento.
Se llevó el trozo de libro, al que consideró como un pequeño tesoro. Al cabo de unos días preguntó a uno de los celadores del lugar, de los que le merecía más confianza, de qué se trataba el hombre flaco, con su gordo compañero y sus monturas.
El celador, lo miró, fijamente, y le dijo, “en estos momentos no puedo explicarte. El fin de semana te lo diré”.
Entonces, al niño se le hizo larga la espera, hasta que llegó el momento.
El celador lo llamó, se instalaron en el terreno que circundaba el edificio, debajo de un frondoso árbol para resguardarse del hiriente sol de la hora de la siesta. Y comenzó a explicarle.
Este libro, o lo que queda de él, habla sobre la vida de un caballero andante, de épocas antiguas donde el viajar por el mundo en la vieja España, la Madre Patria, en esos años era toda una historia.
Y este señor, se llamaba Don Quijote de la Mancha, nacido en la mente pródiga de Miguel de Cervantes, visionario escritor de la época.
Este caballero Don Quijote tenía en su mente muy exacerbado el síndrome del quijotismo.
¿Quijotismo? ¿Qué es eso?
Escucha, escucha, pon atención. Quijotismo es actuar con acentuada exageración en sentimientos caballerosos. Y a Don Quijote le sobraba caballerosidad. Y era un completo soñador. Se puede decir que alucinaba.
Permanentemente soñaba con pelear por las libertades de los oprimidos, de aquellos que no podían valerse por sí mismos, y a causa de ello sufrió muchos sinsabores, y varias palizas le fueron aplicadas por viajeros que no comprendían la razón de la sinrazón del vejete que altanero, envuelto en una vieja y cochambrosa armadura, a caballo en un saco de huesos, se peleaba con cuanto ser se cruzara en su camino, fuera éste caballero o mitológicos gigantes de muchos brazos.
Pero no por eso dejaba de pensar en la liberación de sus sueños, la defensa de los más débiles, y hacerle el honor a su enamorada y bienhechora dama doña Dulcinea del Toboso, de quien se prendara una tarde allá lejos, cuando a la venta llegara bastante alicaído. Y por ese entonces conoció a quien sería su compañero de desventuras y escudero, Sancho Panza.
Tendría mucho más para decirte pequeño, pero yo no leí totalmente el libro, y a éste le falta casi toda la historia”.
Gracias, señor celador, con eso me alcanza, dijo Juancito.
Y de ahí en más, esa tapa de libro, con el flaco caballero a caballo en un esquelético animal, y su compañero de andanzas, eran a diario los sostenedores de la ilusoria puerta por donde el pequeñín buscaba evadirse volando lejos de ese lugar donde estaba confinado, en las alas desplegadas de sus sueños, sueños de libertad, de confraternidad, elevándose hacia ignotas regiones donde no habría seres diferentes, sino iguales, sus pares en las desveladas y amargas horas de su realidad terrena.
Soñaba Juan, con su quijote, cabalgando en un ágil Rocinante, acompañado de un ancho Sancho Panza, desbordante en cada lid que algún recodo el camino les presentaba, la ilusión de una meta conquistada, pero en lugar de un beso de una etérea e incorpórea Dulcinea, lograría reencontrarse con los brazos de su madre, algo que por años le estuvo vedado.
Y fue creciendo el pequeño Juan, su mamá tras una ardoroso lucha entre oficinas y papeleos burocráticos, logró que le fuera restituido, y para él fue como tocar el cielo con las manos.
Pero, la realidad era verdaderamente real, y luego de sus estudios primarios, tuvo que salir a trabajar, para hacer más liviana la carga que desde siempre ha pesado en las clases de los menos pudientes. Y por consiguiente, no pudo continuar sus estudios.
Mas, en sus ratos libres leía, cuanta revista, libro, folleto o periódico que cayera en sus manos, recibía la mirada aguda de los ojos de Juan.
Pasado el tiempo, tuvo oportunidad de obtener prestado en la biblioteca del pueblo, un ejemplar del Quijote. Y de a poco lo leyó.
Se sintió consustanciado plenamente con ese personaje de ficción, luchador incansable por las injusticias, y sobre todo, en el dejarse acunar por sus ilusiones, basando en sus sueños las esperanzas del alma.
En su escasa comprensión sobre la profundidad y diversificación de la literatura, intentó descifrar el espíritu quijotesco de un intrépido Alonso Quijana, o Quijote de la Mancha, caballero andante que en su febril imaginación, su vida vacía pasaba por una metamorfosis donde se ponía a la altura de sus ilusiones, con una preponderante participación en sus aventuras del imaginario entorno y personajes circundantes.
Y se sintió mimetizado, como reflejándose en un espejo irreal, donde ambos personajes, su propio yo y el ceremonioso caballero se fundían en un vano intento por alcanzar lo inalcanzable: la exquisita libertad que daría una simple comprensión de los integrantes de una sociedad, que cualquiera fueren los tiempos, las épocas, los escenarios, sea en una provincia de la Madre Patria, o en un recóndito lugar de un mundo desconocido, siempre se rige por una inútil pacatería, marcada fuertemente por el qué dirán, o por una falsa lucidez que pueda dar una posición económica resuelta y sustentable.
Todos los años de separación de su madre, los sentimientos que experimentó en ese entonces, se le vieron en algo aclarados y comprendió por qué le atrajo tanto ese trozo de libro con una portada mugrosa, donde estaba su otro yo. El Quijote.
El día del sepelio de la mamá de Juan, estaba éste sentado en un rincón, mirando como abstraído el perfil de su progenitora, pensando en aquellos momentos en que se sentía protegido, abrigado por esos brazos que ahora estaban rígidos, deseando escuchar el latido de un corazón que ya no funcionaba. De pronto, como en una ráfaga sísmica, un destello de su memoria lo trasladó hacia aquel lejano día en que se topó con un bote de basura donde resplandecía la portada de un viejo libro, que a la postre entre otras cosas le enseñaría que “cada cual es hijo de sus obras”, sintiéndose como liberado de una opresión que le acompañó toda su vida. Escuchando a la vez la sentencia de “vivir toda la vida como un loco, para morir cuerdo”
Se acercó al féretro de su madre, depositó un beso en la fría frente que tanto añoraría y como rezando una plegaria murmuró quedamente: “Mamá, yo ví al Quijote, ahora lo entiendo”.



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Re: juan y el quijote

Mensaje por josel37 » Lun Mar 02, 2009 03:10

Muy interesante el relato que nos aportas. :D
Espero que disfruten de mis escritos, y que sean de su total agrado. Desde la Isla del Encanto, Puerto Rico para ustedes.

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