El increíble y extrañísimo caso del "hombre-feto" (y II)
Publicado: Vie May 18, 2012 00:30
En este momento del relato mi abuelo tuvo que hacer una pausa. Parecía no encontrarse bien, y apoyaba la cabeza sobre sus manos, tapándose el rostro. Recuerdo que, pasados unos minutos, le puse la mía en el hombro para hacerle partícipe de mi presencia. Apartó sus manos arrugadas, que antaño en el fondo habían hecho tanto bien con su vocación, la de sanar y salvar vidas (con el riesgo inherente que trae el poder perderlas); por su cara resbalaban las lágrimas, tal era su tormento con el recuerdo, uno que nunca había compartido y que ahora, por fin, excavando en lo más profundo de su psique, desenterraba para sacarlo de su mente para siempre y así, como él mismo dijo, descansar en paz por fin. Recuerdo que me sentí algo violento con la situación, y aunque traté de consolar a mi abuelo, el momento se me antojó tenso. Nunca lo había visto llorar, y desde luego no me gusta ver hacerlo a la gente y, no sé por qué, menos a los hombres, por mucho que los dote de esa humanidad y sensibilidad que en ocasiones parecen no poseer. Una vez sereno y recuperado, enjugadas las lágrimas y recobrado el aliento, con voz temblorosa en un principio, decidió proseguir con su historia.
"Perdóname hijo, pero es que todo esto es muy duro para mí. Remover el pasado, si es tan trágico y terrible, es un ejercicio de una enorme crudeza, por mucho que me vaya a resultar reparador. Continúo. Como te iba diciendo, llevaba sólo unos cuantos meses en el oficio de médico rural, pero ello no me había impedido conocer lo más silvestre y escabroso de nuestro país, al menos de las provincias vecinas y la nuestra propia... Bueno, estoy decidido y lo haré. Te lo contaré, pues estás demostrando además una entereza y madurez enormes para tu edad, cariño. Nunca olvidaré aquel día. Eran las 7,00 de la mañana, tal vez las 7,30, y acababa de llegar a la consulta que me habían preparado en el pueblito que me tocaba aquella jornada. El tiempo no acompañaba demasiado; aunque no llovía, amenazaba fuertemente con llegar a hacerlo, y el viento, frío, cortante, lleno de chinas y demás elementos naturales especialmente desagardables y que se te metían, si te descuidabas, en los ojos y la boca, venía del norte y cada vez más potente. Entré en la caseta (pues aquello ni era casa ni era nada) en la que me esperaba una mesa y una bombilla sobre ella, pendiente de un cable largo y pelado, y me senté para rellenar algunos formularios mientras esperaba que viniese algún aldeano a pasar consulta. ¡Qué lugar aquél! No sólo la consulta, que además tenía un ventanuco de vidrio que temblequeaba ese día con el ventarrón; estaba compuesto de media docena de casas ruinosas, de paredes de adobe y tejados construídos con tablas o con montones de paja. Las puertas, normalmente simples tableros que tapaban un agujero en el muro, no parecían tener ni cerradura, aunque en ocasiones se viera un agujero en un lado de alguna y en éste una cuerda que ataba ese esperpento de entrada a los bloques de barro. Unos agujeros simulaban ser ventanas en aquellas chozas, donde apenas se colaba la luz, y desde luego, el que tenía corriente eléctrica podía darse por afortunao. No hablemos del agua, de verdad, mejor no hacerlo. Como te iba contando, esperaba yo sentado a aquella mesa de la consulta y notaba cómo se me cerraban lo ojos de cansancio, sin ganas de trabajar. Fue entonces cuando unos cuantos golpes en la puerta me trajeron de vuelta. Di permiso para entrar al que pensaba mi primer paciente y la hoja crujió dando paso a un hombre de campo, de esos que son más duros que las rocas, que parece que se alimenten de ellas. Por el aspecto podría decir que frisaba los 60 ó 65 años. Se quitó, muy educado, la boina, mostrando así un pelo corto, pero increíblemente fuerte y denso (¿será el aire del monte el que conserva esas molleras huecas tan llenas de maleza?) y me dijo: Buenos días tenga usté, señor doztor. Me llamo Ramiro y quería pedirle que vendría a la mi casa. La Visita, mi mujer, me paice questá mu mala. Pos que no sé si me se ha muerto y tó. Nunca jamás olvidaré esas palabras, cómo rechinaban en su boca semidesdentada y de vozarrón cortante y gravoso. Le dije que esperase un momento. Cogí el maletín, guardé los papeles y seguí al hombretón hacia su cabaña. Por supuesto no nos costó nada llegar. Recuerdo que cogió la tabla que hacía las veces de entrada y la apartó para dejarme pasar. Entramos pues y allí dentro, homenaje verdadero a la más absoluta de las austeridades y pobrezas, podía contemplarse un espacio pequeño y sombrío, formado por tres estancias: la central, que servía de sala de estar, a la derecha una especie de cocina-despensa y a la izquierda lo que podría llamarse desde lejos un dormitorio. Hacia este lado me indicó Ramiro que lo siguiese. Al penetrar observé un par de velas, una a cada lado del catre, pura burla de lo que podría llamarse un tálamo conyugal: un montón de paja mal cubierta por una sábana o trapo enorme, no sé decirte. La cuestión es que sobre ella yacía la supuesta enferma [...]"
Una vez más mi abuelo tuvo que parar. Le temblaban las manos y la mueca que adoptó su cara era la del puro dolor de unas memorias que tantísimo tiempo habían atenazado y punzado sus nervios con pesadillas y remembranzas odiosas y dolorosas. Me pidió que le trajera un vaso de agua. Se le había secado la boca de hablar y sobre todo de recordar, pues el tormento se dejaba entrever en sus ojos, en su ceño. Me acerqué hasta la cocina, cogí un vaso y lo llené bajo la canilla. Bebió con fruición, como si acabara de salir de un desierto sin oasis ni espejismos siquiera de éstos. Con las fuerzas aparentemente recuperadas, continuó.
"¿Cómo podría describirte tal espectáculo? Visitación (al parecer se llamaba así) era una mujer enorme, gordísima, mórbida, de la misma edad que su marido o similar. Estaba totalmente blanca, con lo labios amoratados y cuando me acerqué a examinarla, estaba claro por la llagas que mostraba bajo sus brazos y lo poco que pude entrever de los muslos y la espalda, que hacía muchísimo tiempo que el decúbito supino había sido su única y exclusiva postura en ese lecho, que ahora parecía a todas luces mortuorio. Sí, desde luego ese ser no podía estar vivo. Así se lo dije al marido, al que no pareció afectarle, pues estaba claro que lo sabía o lo veía venir. Le pedí que saliera del habitáculo, pues quería hacer unas comprobaciones médicas. Abandonó la estancia sin rechistar; noté cómo apartaba el tablero de la entrada y salía de la casa. Me acerqué a la cabecera de la cama para cerrar los ojos de la difunta. Era horrible el espectáculo. ¿Cómo puede abandonarse la gente de esa manera? La corpulencia de la mujer desde luego me dejó claro que, no sé dónde dormiría el esposo, pero desde luego en aquel lugar no, simplemente porque no cabía. A juzgar por el aspecto del cadáver, ya llevaba unas cuantas horas muerta la aldeana. Cerré como pude los ojos de Visitación y la observé con asco. En ese momento noté que se movía... ¿Cómo era posible? ¡Si estaba clarísimo que esa mujer estaba muerta! Acerqué la mano a su cuello y palpé buscando el pulso. Evidentemente no lo había. Otro espasmo. ¡No me lo podía creer, aquello era inaudito! Estaba empezando a sudar de nerviosismo y congoja, por el espectáculo y esa falta total de sentido en lo que ocurría. Me alejé un poco y observé. Durante un par de minutos la quietud fue absoluta, que sería lo natural; pero de nuevo la mujer se movía. No eran sus miembros ni su cabeza; el movimiento procedía de su pecho, o de su vientre, en ese momento no lo podía asegurar. No entendía nada. Me acerqué a coger el maletín con el instrumental. Aproveché para mirar por el ventanillo del cuarto. Ahí fuera, sentado en una piedra y fumando un pitillo estaba Ramiro, el marido de la muerta, como si nada, mirando al infinito y con un gesto de serenidad y complacencia totales. Parecía que se hubiera quitado un peso de encima. Como te digo, cogí el maletín y me acerqué a la mujer. Lo abrí y saqué algunos cachivaches, entre ellos un escalpelo. No era un forense, pero necesitaba saciar mi curiosidad, abrir en canal aquella cosa. Mi nerviosismo iba en aumento, ya que no estaba seguro de lo que hacía ni de lo que me podía encontrar. Rasgué los harapos que cubrían el tórax del cuerpo y me dispuse a practircar una incisión. Acerqué el escalpelo y procedí a cortar la carne blanda, blanca y grasienta. Otro espasmo, esta vez más fuerte. Di un salto atrás del susto. Mi frente estaba perlada de sudor y una enorme humedad mojaba las axilas de mi camisa. No sabía qué estaba haciendo... ¿Debía seguir adelante con esta locura? Salí un segundo de la habitación y de la casa. Al verme, el marido se levantó y se quedó mirándome mientras daba una profunda calada al pitillo, que se consumía con un ascua anaranjada y luminosa. Lo miré, pero no dije nada. El calló también. Notó mi inquietud, pero volvió a sentarse mientras me miraba. No sé si sabía qué es lo que pasaba, pero desde luego su serenidad me puso todavía más nervioso. Volví a entrar. En la cama la mujer reposaba exactamente igual que siempre. Con temblores en todo el cuerpo, regresé a su lado. Busqué el escalpelo, que se me había caído, pero al no encontrarlo, rebusqué en el maletín y saqué un bisturí. Asustado pero carcomido por la curiosidad y el morbo de mi condición médica, retorné al tronco desnudo de la mujer rústica. Donde había comenzado a cortar continué mi descenso vertical, muy despacio, hacia el vientre. Me sudaban profusamente las manos y se me rebalaba el instrumento, pero nada de esto frenaba su paso afilado y cortante, que separaba piel y grasa como si de mantequilla se tratara. Ni una gota de sangre, pues toda ella reposaba en la parte baja del cuerpo, se derramó en la incisión. Estaba hecho, sólo faltaba entrar. Busqué unos guantes en el maletín, no quería mancharme con las entrañas. Al principio sólo palpé levemente el interior, sin atreverme a penetrar. Hacía ya media hora (¡cómo pasaba el tiempo!) que el movimiento había cesado por completo. Esto me animó a introducirme entre las vísceras de aquella corpulenta hembra. Ya estaba bien adentro, sintiendo órganos y demás viscosidades cuando toqué algo que no me cuadraba. Ni costillas ni intestinos, ni tan duro ni tan blando. Parecía recubierto de una gelatina. La rompí sin querer. ¿Qué era aquello? Agarré algo y me dispuse a sacarlo suavemente. Estaba casi fuera cuando de repente un nuevo movimiento rápido de aquello asido se me escurrió de las manos... Solté un chillido sordo y me caí de espaldas. Con los ojos como platos volví a huir, pero esta vez no salí de la casa. Llegué hasta la cocina. Asfixiado por el impacto nervioso resoplaba y jadeaba. Miré por el ventanuco de la cocina-despensa de nuevo afuera. Ramiro no estaba. La piedra donde había estado sentado permanecía acompañada de algunas colillas a su alrededor. Me senté en un banco mientras recobraba el aliento. Pasados unos minutos no lo tenía muy claro. Lo único en que pensaba era en volver a la alcoba sin hacer ruido, coger mi maletín y largarme corriendo de aquel lugar. Por fin me decidí, y con andares temerosos regresé sobre mis pasos. Me asomé de soslayo al interior del habitáculo para cerciorarme de que ahí no pasaba nada raro y entré. Miré de reojo el cuerpo inerte y ominoso, y tropezando y con prisas intenté recoger todo y escapar. En ello estaba cuando esta vez escuché un ruido... Parecía un quejido. Me quedé totalmente inmóvil, aterrorizado y sin atreverme a mirar al origen del sonido... Cada vez más fuerte, la queja era horrible y provenía, desde luego, del interior del corte que había practicado a la muerta. Me volví lentamente mientras me incorporaba. Estaba petrificado y acongojado, pero no podía moverme ni dejar de mirar. De pronto observé nuevo movimiento en el vientre, esta vez violento. ¡Por Dios! ¿Qué demonios estaba pasando ahí? [...]"
La voz de mi abuelo temblaba, mientras ya su llanto era irrefrenable y todo su cuerpo se unía al temblor de su soliloquio.
"De repente observé que algo pugnaba por deshacerse de la grasa, las entrañas, todo lo que lo aprisionaba en su cárcel carnosa y purulenta. ¡Un brazo! ¡Un enorme brazo arrugado y sangriento apareció del interior! Tropezando caí al suelo y huí de espaldas hasta dar contra la pared. Me tapé la boca con un mano y los ojos se me salían de las órbitas, pero no podía dejar de mirar. ¡Otro brazo! Mi asco era infinito. Algo más luchaba por acabar fuera. Era redondeado y recubierto de una especie de cubierta mucilaginosa. De repente con un golpe seco, esa capa se rompió y asomó fuera una... ¡una cabeza humana! Con los ojos cerrados (si es que los tenía) un hueco se abrió en ella y de repente un chillido infernal salió de su interior. ¡Dios Santo! ¡Pero qué era aquello! No podía más, y notaba los golpes acelerados de mi corazón, que estaba apunto de salírseme por la boca. Buscaba, gateando, cómo huir de ahí, cuando, entre los alaridos de esa cosa, fijé mi mirada y observé que ponía la suya, blanquecina, opaca, sobre la mía. Salí corriendo de la casa, llorando de puro asco y me alejé todo lo que pude del lugar gritando como un poseso. Cuando ya estaba lo suficientmente lejos vomité, vomité como jamás lo habré hecho en mi vida y que jamás creo que hará nadie. Parecía que todo mi interior deseaba ser escupido fuera. Caí al suelo, al borde del desmayo. Estaba totalmente horrorizado. No podía moverme. Deseaba escapar, pero no me movía. Estaba en medio de ninguna parte, a unos 70 u 80 metros del poblado. Pasaban los minutos y no recobraba el sosiego. Lo que acababa de experimentar no me lo permitía. Acostado en el barro bocarriba me prometía a mí mismo abandonar esa maldita profesión, no volver jamás a pisar un pueblo, un camino que llevara a ninguno. Llevaba ya al menos 15 minutos tirado en el suelo, muerto de asco y sollozando cuando de repente escuché un ruido fortísimo ¡BAM!. Parecía un escopetazo. Como un resorte me incorporé del susto. No entendía nada, pero me puse a correr en dirección al ruido. Me acercaba de nuevo al pueblo cuando escuché otro disparo ¡BAM!. Frené en seco. Aquello que estaba pasando tenía que ser peligroso. Otra vez me quedé en el sitio y, pasados 10 minutos sin escuchar nada, esta vez despacio me acerqué hacia la choza en la que me había jurado no volver a entrar, pues era el origen de los tiros. De nuevo me asomé a su interior. En parte deseaba recuperar mis cosas y marcharme de allí. El espectáculo que encontré era dantesco. Ramiro, el marido de la difunta, había entrado en la habitación. Yacía muerto, con la cabeza destrozada de un disparo. Una vez más me eché la mano a la boca y, pensando que no quedaba ya nada en mi interior, vomité de nuevo, esta vez pura bilis. Miré el cuerpo tumbado en la cama y aquella cosa que quería salir de él. Parece ser que el primer disparo había sido para eso, que, habiendo coseguido escapar casi entero de su jaula de amasijos óseos e intestinales, había quedado a merced del "padre", que le había reventado el pecho. No podía más, creía que me moría. Cogí como pude el maletín y salí corriendo de allí. No sé cuántos kilómetros llegué a recorrer a toda prisa, pero desde luego me cayó la noche encima en mi fuga. Los días posteriores no salí de casa, ni de la cama. Tu abuela estaba asustada, no sabía qué me pasaba y deseaba llevarme al hospital, pero yo no se lo permití jamás y tampoco nunca le conté lo sucedido. Fue entonces cuando abandoné para siempre mi peregrinaje médico por los pueblos y abrí la consulta debajo de casa, la que ahora lleva tu tío...".
Estaba estupefacto. Miraba a mi abuelo mientras éste derramaba ríos y ríos de lágrimas. Sin embargo sentía que su cara transmitía una gran paz, la que había estado buscando tantos y tantos años, pero que nunca se había permitido tener... hasta ahora. Me levanté y abracé a mi abuelo, que sollozaba fieramente sobre mi hombro. Pasados 20 minutos se fue calmando, me miró, y sin necesidad de decir nada, sus ojos expresaron una gratitud eterna hacia su nieto. Ahora podía descansar. Me marché de casa de mi abuelo sin dar crédito a lo que acababa de escuhar. Aquella noche tuve terribles pesadillas. Al día siguiente, a eso de las 12,00 de la mañana, mi madre entraba en mi cuarto y me decía, consternada, que el tío había encontrado al abuelo muerto en la cama. Recuerdo que me dijo mi madre, apesadumbrada, que lo halló con un gesto de paz tan grande en su cara que podía decirse que aquel hombre que tanto había sufrido, iba a pasar el resto de la eternidad con un sosiego y felicidad totales.
"Perdóname hijo, pero es que todo esto es muy duro para mí. Remover el pasado, si es tan trágico y terrible, es un ejercicio de una enorme crudeza, por mucho que me vaya a resultar reparador. Continúo. Como te iba diciendo, llevaba sólo unos cuantos meses en el oficio de médico rural, pero ello no me había impedido conocer lo más silvestre y escabroso de nuestro país, al menos de las provincias vecinas y la nuestra propia... Bueno, estoy decidido y lo haré. Te lo contaré, pues estás demostrando además una entereza y madurez enormes para tu edad, cariño. Nunca olvidaré aquel día. Eran las 7,00 de la mañana, tal vez las 7,30, y acababa de llegar a la consulta que me habían preparado en el pueblito que me tocaba aquella jornada. El tiempo no acompañaba demasiado; aunque no llovía, amenazaba fuertemente con llegar a hacerlo, y el viento, frío, cortante, lleno de chinas y demás elementos naturales especialmente desagardables y que se te metían, si te descuidabas, en los ojos y la boca, venía del norte y cada vez más potente. Entré en la caseta (pues aquello ni era casa ni era nada) en la que me esperaba una mesa y una bombilla sobre ella, pendiente de un cable largo y pelado, y me senté para rellenar algunos formularios mientras esperaba que viniese algún aldeano a pasar consulta. ¡Qué lugar aquél! No sólo la consulta, que además tenía un ventanuco de vidrio que temblequeaba ese día con el ventarrón; estaba compuesto de media docena de casas ruinosas, de paredes de adobe y tejados construídos con tablas o con montones de paja. Las puertas, normalmente simples tableros que tapaban un agujero en el muro, no parecían tener ni cerradura, aunque en ocasiones se viera un agujero en un lado de alguna y en éste una cuerda que ataba ese esperpento de entrada a los bloques de barro. Unos agujeros simulaban ser ventanas en aquellas chozas, donde apenas se colaba la luz, y desde luego, el que tenía corriente eléctrica podía darse por afortunao. No hablemos del agua, de verdad, mejor no hacerlo. Como te iba contando, esperaba yo sentado a aquella mesa de la consulta y notaba cómo se me cerraban lo ojos de cansancio, sin ganas de trabajar. Fue entonces cuando unos cuantos golpes en la puerta me trajeron de vuelta. Di permiso para entrar al que pensaba mi primer paciente y la hoja crujió dando paso a un hombre de campo, de esos que son más duros que las rocas, que parece que se alimenten de ellas. Por el aspecto podría decir que frisaba los 60 ó 65 años. Se quitó, muy educado, la boina, mostrando así un pelo corto, pero increíblemente fuerte y denso (¿será el aire del monte el que conserva esas molleras huecas tan llenas de maleza?) y me dijo: Buenos días tenga usté, señor doztor. Me llamo Ramiro y quería pedirle que vendría a la mi casa. La Visita, mi mujer, me paice questá mu mala. Pos que no sé si me se ha muerto y tó. Nunca jamás olvidaré esas palabras, cómo rechinaban en su boca semidesdentada y de vozarrón cortante y gravoso. Le dije que esperase un momento. Cogí el maletín, guardé los papeles y seguí al hombretón hacia su cabaña. Por supuesto no nos costó nada llegar. Recuerdo que cogió la tabla que hacía las veces de entrada y la apartó para dejarme pasar. Entramos pues y allí dentro, homenaje verdadero a la más absoluta de las austeridades y pobrezas, podía contemplarse un espacio pequeño y sombrío, formado por tres estancias: la central, que servía de sala de estar, a la derecha una especie de cocina-despensa y a la izquierda lo que podría llamarse desde lejos un dormitorio. Hacia este lado me indicó Ramiro que lo siguiese. Al penetrar observé un par de velas, una a cada lado del catre, pura burla de lo que podría llamarse un tálamo conyugal: un montón de paja mal cubierta por una sábana o trapo enorme, no sé decirte. La cuestión es que sobre ella yacía la supuesta enferma [...]"
Una vez más mi abuelo tuvo que parar. Le temblaban las manos y la mueca que adoptó su cara era la del puro dolor de unas memorias que tantísimo tiempo habían atenazado y punzado sus nervios con pesadillas y remembranzas odiosas y dolorosas. Me pidió que le trajera un vaso de agua. Se le había secado la boca de hablar y sobre todo de recordar, pues el tormento se dejaba entrever en sus ojos, en su ceño. Me acerqué hasta la cocina, cogí un vaso y lo llené bajo la canilla. Bebió con fruición, como si acabara de salir de un desierto sin oasis ni espejismos siquiera de éstos. Con las fuerzas aparentemente recuperadas, continuó.
"¿Cómo podría describirte tal espectáculo? Visitación (al parecer se llamaba así) era una mujer enorme, gordísima, mórbida, de la misma edad que su marido o similar. Estaba totalmente blanca, con lo labios amoratados y cuando me acerqué a examinarla, estaba claro por la llagas que mostraba bajo sus brazos y lo poco que pude entrever de los muslos y la espalda, que hacía muchísimo tiempo que el decúbito supino había sido su única y exclusiva postura en ese lecho, que ahora parecía a todas luces mortuorio. Sí, desde luego ese ser no podía estar vivo. Así se lo dije al marido, al que no pareció afectarle, pues estaba claro que lo sabía o lo veía venir. Le pedí que saliera del habitáculo, pues quería hacer unas comprobaciones médicas. Abandonó la estancia sin rechistar; noté cómo apartaba el tablero de la entrada y salía de la casa. Me acerqué a la cabecera de la cama para cerrar los ojos de la difunta. Era horrible el espectáculo. ¿Cómo puede abandonarse la gente de esa manera? La corpulencia de la mujer desde luego me dejó claro que, no sé dónde dormiría el esposo, pero desde luego en aquel lugar no, simplemente porque no cabía. A juzgar por el aspecto del cadáver, ya llevaba unas cuantas horas muerta la aldeana. Cerré como pude los ojos de Visitación y la observé con asco. En ese momento noté que se movía... ¿Cómo era posible? ¡Si estaba clarísimo que esa mujer estaba muerta! Acerqué la mano a su cuello y palpé buscando el pulso. Evidentemente no lo había. Otro espasmo. ¡No me lo podía creer, aquello era inaudito! Estaba empezando a sudar de nerviosismo y congoja, por el espectáculo y esa falta total de sentido en lo que ocurría. Me alejé un poco y observé. Durante un par de minutos la quietud fue absoluta, que sería lo natural; pero de nuevo la mujer se movía. No eran sus miembros ni su cabeza; el movimiento procedía de su pecho, o de su vientre, en ese momento no lo podía asegurar. No entendía nada. Me acerqué a coger el maletín con el instrumental. Aproveché para mirar por el ventanillo del cuarto. Ahí fuera, sentado en una piedra y fumando un pitillo estaba Ramiro, el marido de la muerta, como si nada, mirando al infinito y con un gesto de serenidad y complacencia totales. Parecía que se hubiera quitado un peso de encima. Como te digo, cogí el maletín y me acerqué a la mujer. Lo abrí y saqué algunos cachivaches, entre ellos un escalpelo. No era un forense, pero necesitaba saciar mi curiosidad, abrir en canal aquella cosa. Mi nerviosismo iba en aumento, ya que no estaba seguro de lo que hacía ni de lo que me podía encontrar. Rasgué los harapos que cubrían el tórax del cuerpo y me dispuse a practircar una incisión. Acerqué el escalpelo y procedí a cortar la carne blanda, blanca y grasienta. Otro espasmo, esta vez más fuerte. Di un salto atrás del susto. Mi frente estaba perlada de sudor y una enorme humedad mojaba las axilas de mi camisa. No sabía qué estaba haciendo... ¿Debía seguir adelante con esta locura? Salí un segundo de la habitación y de la casa. Al verme, el marido se levantó y se quedó mirándome mientras daba una profunda calada al pitillo, que se consumía con un ascua anaranjada y luminosa. Lo miré, pero no dije nada. El calló también. Notó mi inquietud, pero volvió a sentarse mientras me miraba. No sé si sabía qué es lo que pasaba, pero desde luego su serenidad me puso todavía más nervioso. Volví a entrar. En la cama la mujer reposaba exactamente igual que siempre. Con temblores en todo el cuerpo, regresé a su lado. Busqué el escalpelo, que se me había caído, pero al no encontrarlo, rebusqué en el maletín y saqué un bisturí. Asustado pero carcomido por la curiosidad y el morbo de mi condición médica, retorné al tronco desnudo de la mujer rústica. Donde había comenzado a cortar continué mi descenso vertical, muy despacio, hacia el vientre. Me sudaban profusamente las manos y se me rebalaba el instrumento, pero nada de esto frenaba su paso afilado y cortante, que separaba piel y grasa como si de mantequilla se tratara. Ni una gota de sangre, pues toda ella reposaba en la parte baja del cuerpo, se derramó en la incisión. Estaba hecho, sólo faltaba entrar. Busqué unos guantes en el maletín, no quería mancharme con las entrañas. Al principio sólo palpé levemente el interior, sin atreverme a penetrar. Hacía ya media hora (¡cómo pasaba el tiempo!) que el movimiento había cesado por completo. Esto me animó a introducirme entre las vísceras de aquella corpulenta hembra. Ya estaba bien adentro, sintiendo órganos y demás viscosidades cuando toqué algo que no me cuadraba. Ni costillas ni intestinos, ni tan duro ni tan blando. Parecía recubierto de una gelatina. La rompí sin querer. ¿Qué era aquello? Agarré algo y me dispuse a sacarlo suavemente. Estaba casi fuera cuando de repente un nuevo movimiento rápido de aquello asido se me escurrió de las manos... Solté un chillido sordo y me caí de espaldas. Con los ojos como platos volví a huir, pero esta vez no salí de la casa. Llegué hasta la cocina. Asfixiado por el impacto nervioso resoplaba y jadeaba. Miré por el ventanuco de la cocina-despensa de nuevo afuera. Ramiro no estaba. La piedra donde había estado sentado permanecía acompañada de algunas colillas a su alrededor. Me senté en un banco mientras recobraba el aliento. Pasados unos minutos no lo tenía muy claro. Lo único en que pensaba era en volver a la alcoba sin hacer ruido, coger mi maletín y largarme corriendo de aquel lugar. Por fin me decidí, y con andares temerosos regresé sobre mis pasos. Me asomé de soslayo al interior del habitáculo para cerciorarme de que ahí no pasaba nada raro y entré. Miré de reojo el cuerpo inerte y ominoso, y tropezando y con prisas intenté recoger todo y escapar. En ello estaba cuando esta vez escuché un ruido... Parecía un quejido. Me quedé totalmente inmóvil, aterrorizado y sin atreverme a mirar al origen del sonido... Cada vez más fuerte, la queja era horrible y provenía, desde luego, del interior del corte que había practicado a la muerta. Me volví lentamente mientras me incorporaba. Estaba petrificado y acongojado, pero no podía moverme ni dejar de mirar. De pronto observé nuevo movimiento en el vientre, esta vez violento. ¡Por Dios! ¿Qué demonios estaba pasando ahí? [...]"
La voz de mi abuelo temblaba, mientras ya su llanto era irrefrenable y todo su cuerpo se unía al temblor de su soliloquio.
"De repente observé que algo pugnaba por deshacerse de la grasa, las entrañas, todo lo que lo aprisionaba en su cárcel carnosa y purulenta. ¡Un brazo! ¡Un enorme brazo arrugado y sangriento apareció del interior! Tropezando caí al suelo y huí de espaldas hasta dar contra la pared. Me tapé la boca con un mano y los ojos se me salían de las órbitas, pero no podía dejar de mirar. ¡Otro brazo! Mi asco era infinito. Algo más luchaba por acabar fuera. Era redondeado y recubierto de una especie de cubierta mucilaginosa. De repente con un golpe seco, esa capa se rompió y asomó fuera una... ¡una cabeza humana! Con los ojos cerrados (si es que los tenía) un hueco se abrió en ella y de repente un chillido infernal salió de su interior. ¡Dios Santo! ¡Pero qué era aquello! No podía más, y notaba los golpes acelerados de mi corazón, que estaba apunto de salírseme por la boca. Buscaba, gateando, cómo huir de ahí, cuando, entre los alaridos de esa cosa, fijé mi mirada y observé que ponía la suya, blanquecina, opaca, sobre la mía. Salí corriendo de la casa, llorando de puro asco y me alejé todo lo que pude del lugar gritando como un poseso. Cuando ya estaba lo suficientmente lejos vomité, vomité como jamás lo habré hecho en mi vida y que jamás creo que hará nadie. Parecía que todo mi interior deseaba ser escupido fuera. Caí al suelo, al borde del desmayo. Estaba totalmente horrorizado. No podía moverme. Deseaba escapar, pero no me movía. Estaba en medio de ninguna parte, a unos 70 u 80 metros del poblado. Pasaban los minutos y no recobraba el sosiego. Lo que acababa de experimentar no me lo permitía. Acostado en el barro bocarriba me prometía a mí mismo abandonar esa maldita profesión, no volver jamás a pisar un pueblo, un camino que llevara a ninguno. Llevaba ya al menos 15 minutos tirado en el suelo, muerto de asco y sollozando cuando de repente escuché un ruido fortísimo ¡BAM!. Parecía un escopetazo. Como un resorte me incorporé del susto. No entendía nada, pero me puse a correr en dirección al ruido. Me acercaba de nuevo al pueblo cuando escuché otro disparo ¡BAM!. Frené en seco. Aquello que estaba pasando tenía que ser peligroso. Otra vez me quedé en el sitio y, pasados 10 minutos sin escuchar nada, esta vez despacio me acerqué hacia la choza en la que me había jurado no volver a entrar, pues era el origen de los tiros. De nuevo me asomé a su interior. En parte deseaba recuperar mis cosas y marcharme de allí. El espectáculo que encontré era dantesco. Ramiro, el marido de la difunta, había entrado en la habitación. Yacía muerto, con la cabeza destrozada de un disparo. Una vez más me eché la mano a la boca y, pensando que no quedaba ya nada en mi interior, vomité de nuevo, esta vez pura bilis. Miré el cuerpo tumbado en la cama y aquella cosa que quería salir de él. Parece ser que el primer disparo había sido para eso, que, habiendo coseguido escapar casi entero de su jaula de amasijos óseos e intestinales, había quedado a merced del "padre", que le había reventado el pecho. No podía más, creía que me moría. Cogí como pude el maletín y salí corriendo de allí. No sé cuántos kilómetros llegué a recorrer a toda prisa, pero desde luego me cayó la noche encima en mi fuga. Los días posteriores no salí de casa, ni de la cama. Tu abuela estaba asustada, no sabía qué me pasaba y deseaba llevarme al hospital, pero yo no se lo permití jamás y tampoco nunca le conté lo sucedido. Fue entonces cuando abandoné para siempre mi peregrinaje médico por los pueblos y abrí la consulta debajo de casa, la que ahora lleva tu tío...".
Estaba estupefacto. Miraba a mi abuelo mientras éste derramaba ríos y ríos de lágrimas. Sin embargo sentía que su cara transmitía una gran paz, la que había estado buscando tantos y tantos años, pero que nunca se había permitido tener... hasta ahora. Me levanté y abracé a mi abuelo, que sollozaba fieramente sobre mi hombro. Pasados 20 minutos se fue calmando, me miró, y sin necesidad de decir nada, sus ojos expresaron una gratitud eterna hacia su nieto. Ahora podía descansar. Me marché de casa de mi abuelo sin dar crédito a lo que acababa de escuhar. Aquella noche tuve terribles pesadillas. Al día siguiente, a eso de las 12,00 de la mañana, mi madre entraba en mi cuarto y me decía, consternada, que el tío había encontrado al abuelo muerto en la cama. Recuerdo que me dijo mi madre, apesadumbrada, que lo halló con un gesto de paz tan grande en su cara que podía decirse que aquel hombre que tanto había sufrido, iba a pasar el resto de la eternidad con un sosiego y felicidad totales.