Las memorias carentes

Inspiraciones, cartas, cuentos, narrativas, reflexiones y escritos de su autoría.

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Xabi
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Las memorias carentes

Mensaje por Xabi » Sab Abr 28, 2012 09:20

Hola, amig@s,

Escribí esta cosa hace ya un tiempo. No es falsa modestia, es que es un bodrio de tres pares de narices. En fin, el que lo termine sin dormirse es todo un campeón. ¡Ánimo!:

Escribo estas líneas cuando me queda muy poco para acabar. Sí, se me termina el tiempo, y lo peor de todo es que no me importa. Estoy cansado; no veo el momento de irme a dormir, de recostarme en mi lecho para los restos de la vida; una vida vacía y escasa. Sentado a la mesa de mi alcoba, en una silla mullida, sin embargo me siento incómodo. Mis huesos, estos huesos que tanto, pero tan poco han vivido, me duelen hasta el tuétano. Con una pluma temblorosa en los dedos y unas cuantas hojas en blanco, la muerte me observa; yo no la veo, pero sé que está ahí, escrutándome desde la sombra, con esa mirada hueca. Parece esperar; no tiene prisa, nunca la ha tenido. Su reloj de arena dará buena cuenta del tiempo que me queda. Su quietud me indica que ha decidido darme estos minutos para que me explique, para que deje un testamento, el del paso de mis días por este lado del mundo.

Recuerdo muy bien a mi abuela, sobre todo en sus últimos días. Su rostro arrugado, lleno de surcos, los de una existencia larga; sus ojos vidriosos, pero aun con todo rebosantes de esa vida que se le escapa en el mirar; sus manos ancianas, que tanto han tocado, que tanto han sentido. Sí, todo en ella es pasado, el del tiempo que entonces fue mejor... Habla de personas que fueron una vez; de su aspecto; de sus palabras; de su forma de ser; de su propia gente. Pero sobre todo habla de la muerte, por sentir su caricia cada día, y por su espera, la de alguien que ya lo ha dado todo, no importa cuánto sea. Ha vivido ya mucho, y eso la completa, no necesita decir nada más. Soy un muchacho joven, que apenas si ha abandonado esa parte de la vida tan conflictiva, tan agitada, que en casi todos termina con la edad, mientras que unos pocos la conservan para siempre. Pero voy a comenzar desde el principio.

Nací en una pequeña población del norte, en un hospital que hoy ya no existe. Mis recuerdos de entonces son nulos. Conozco personas que afirman haber recuperado esta pequeña memoria, la de cuando más puros somos, pequeños animales asustados y sucios que sienten en el nacer tanto sufrimiento. Tal vez sea por esto que yo, como tantos y tantos otros, no recuerde ese trámite tan traumático. Así que teniendo la oportunidad lo borré de mi mente, ya que poco más adelante no sólo no sería posible, sino que todo residuo negativo dejaría una impronta en mi manera de ser que condicionaría el resto de mi vida, y por ende mi destino. No tuve la suerte de otros, que es la de tener hermanos, y por desgracia tampoco hice demasiado honor a ese dicho tan acertado que reza que el ser humano es un animal social. Los besos de mi madre, sus tiernas caricias, su dulce olor. Son mis primeras memorias, tanto como la tosquedad de mi padre, su ausencia cotidiana y su mal humor. Como digo, lo malo permanece, tenemos esa mala costumbre, y aunque mentarlo no nos beneficia, acabamos por hacerlo, ya sea tarde o temprano. Mentiría al decir que en mi infancia hubo escasez. Fui un niño afortunado, de buena familia. Jamás faltó pan en la mesa y eso que tanto gusta a estas edades tempranas: los juguetes. Conforme crecía y conocía a mis iguales, una amistad también se hacía más fuerte. Ella siempre estuvo a mi lado. Llegué a tenerle un gran aprecio. Por entonces no sabía que un día su compañía acabaría por hacerme tanto daño.

De mi educación infantil diré que nunca fui un buen estudiante. Perezoso y distraído, más de una vez hube de aguantar el chaparrón del discurso aleccionador de algún que otro profesor, que siempre termina con la moraleja que pretende inspirar a los mediocres para sacarlos de su madriguera: "Sé que puedes hacerlo mucho mejor, sólo has de esforzarte un poco". Mis ensoñaciones nunca me permitieron ir más allá. Sí, era feliz en mi mundo, el de la imaginación, aunque por entonces no era consciente de ello. Algo que siempre he recordado muy bien son mis sueños. Me divertía muchísimo durmiendo, tal vez por eso lo hacía tanto... Cada vez que apoyaba la cabeza en la almohada, apagaba la luz y cerraba los ojos, comenzaba una aventura nueva. Ese era mi territorio, no el que estaba fuera. Conocí a los que me rodeaban de verdad en esos viajes oníricos; ahí eran ellos, y no las sombras con las que me relacionaba cada día.

Mi colegio era público, laico para más información, así que desde siempre en casa no hubo especial interés por la palabra divina, fuera cual fuera el ser superior que la pronunciara. Sin embargo recuerdo mucha gente que tenía sus propias creencias, su propia religión en la que profesar su fe. Siempre he pensado que hay que creer en algo, sea lo que sea. No me imagino viviendo esta vida sin algo en lo que apoyar la cabeza, un enganche en la pared que me librara de acabar en esa sima sin fondo a la que tantos llaman locura. Nunca olvidaré el respeto que infundían en mí todas esas personas que habían decidido contemplar las enseñanzas que podía proporcionales un dios, mientras yo le volvía la espalda descaradamente. Lo que jamás llegué a comprender fueron todas esas guerras, toda esa sangre derramada en nombre de cada una de esas divinidades que, al final, acababan por ser una sola. Llegué a pensar que realmente lo que la gente ignoraba era que lo que hacían era formar parte de las filas del ejército de un demonio disfrazado.

Puede decirse que fui acercándome a la edad adulta sin pena ni gloria, aún despreocupado de la mala jugada que me reservaban la mente y mi única amiga verdadera: la soledad. Por aquellos entonces, y como en tantos de mis compañeros, nuevas sensaciones afloraban a la superficie y cambiaban nuestra manera de ver el mundo. Podría decirse que todo aquello que antes era la piedra angular de nuestras existencias empezaba a tambalearse y resquebrajarse. Ya no era todo jugar, ya fuera con una pelota; ya fuera con un muñeco. De repente la población mundial, que a nuestros ojos estaba formada únicamente por nuestros iguales, comenzaba a crecer, a expandirse. Empezaba a brotar gente a nuestro alrededor, increíblemente dispar, en su aspecto, en su conducta, en su importancia, en su género. En lo que más comencé a reparar, y por ello -porque cree el ladrón que todos son de su condición- daba por hecho que el resto de los que hasta entonces fueron los únicos habitantes de la tierra, fue en unos seres extraordinariamente bellos, delicados e inteligentes, que hacía que me sonrojara y enmudeciera con su sola presencia: las chicas. Era extraño, pues hasta entonces recuerdo difícilmente que existían unas cosas que se llamaban "niñas", con sus propios nombres: Marta, Ana, Begoña, y a las que, parece ser, iban destinados todos esos anuncios de la tele en los que salían muñecas. Estaba perplejo con el mundo que se abría ante mis ojos, no sólo de aquel que ahora me brindaba esas nuevas sensaciones, las de la timidez y el amor platónico; aunque sí era el más interesante. De todas maneras ese fue uno de los puntos clave de mi declive, aunque por entonces no maldije mi destino. Aun no habiéndome distinguido jamás por mis dotes donjuanescas, he conocido algunas mujeres en mi vida, y aunque no han sido muchas, sí fueron las suficientes. Empezaba a descolgarme de mi gancho en la pared y me tambaleaba peligrosamente sobre el pozo de la sinrazón.

Como podrá comprobar aquél en quien caigan estas páginas manuscritas, no quiero ahondar especialmente en todo aquello que considero que me ha llevado a la situación actual, agostado, ajado y envejecido a tan temprana edad. Mientras tanto la parca sigue esperando en el ángulo oscuro, un instante olvidada, silenciosa cual arpa sin un intérprete que rasgue sus cuerdas; para que la acompañe a ese mi último sueño, que espero, tal y como hacía en la niñez, me lleve a esos lugares maravillosos en donde siempre me sentí tan vivo. Me resulta extraño pensar que una vez fine será cuando realmente viva, algo tan común en aquellas personas de mi infancia que me infundían ese respeto, ahora tan insípido, pero curiosamente cercano.

Comenzaba la edad adulta; al menos eso me decían, porque yo seguía considerándome un niño. Sí, era más alto, la voz se me había agravado y la barba comenzaba a aparecer en mi tez. Mas mis sentimientos, mi forma de pensar, por mucho que entonces fuera consciente de lo que me rodeaba, seguían siendo inocentes. Me seguía sorprendiendo con ciertos comportamientos humanos y, aunque alcanzaba a entenderlos, me proporcionaban tal pesar y desdicha que cada vez que pensaba que ya no era un chiquillo sentía que las lágrimas deseaban desbordar mis ojos y mojar mi cara, acabando por dejar en mi boca ese regusto salino que tan pocas veces había experimentado. ¡Cuántas veces tuve ganas de hacerlo a lo largo de mis días y qué poco me lo permití! Es algo de lo que me arrepiento ahora, de mi dificultad para el llanto, aun habiendo sentido tanto dolor en mi interior que me hubiera permitido derramar ríos y ríos de pesar. Para aquel entonces ya había decidido que deseaba seguir estudiando, y que la mejor opción era la universidad. No voy a entrar en detalle sobre la carrera que cursé, más que nada porque, fuese la que fuese, siento que no habría cambiado mi devenir la que hubiese elegido, por rara que fuera. Recuerdo bien el primer día que puse los pies en aquel edificio, grande, casi majestuoso, pero sin embargo diáfano e inmensamente abierto en su interior. Mirase hacia donde mirase había gente que entraba y salía por innumerables puertas en pasillos increíblemente largos y estrechos. Cada uno albergaba docenas de aulas de gran tamaño, donde se impartían clases magistrales abarrotadas de gente joven, de apariencia distraída y aire inseguro. Sin preguntar siquiera dónde podía encontrar el lugar que me correspondía ocupar en ese emplazamiento, me las arreglé para hallarlo y apoderarme de un asiento escondido donde escuchar y tomar apuntes. Por monótono que parezca, esto fue así, con muy pocos cambios, durante el resto del tiempo que pasé allí, flanqueado, y en la vanguardia y la retaguardia rodeado por tanta gente, pero al mismo tiempo tan solo. Sí, sé que me empeñaba en estarlo, y que posibilidades tuve de lo contrario, pues si bien es cierto que por mi parte no hubo intentonas de interactuación humana, sí las hubo de unos cuantos semejantes que a mi lado estaban, pero a los que decidí no escuchar, tal era mi desgracia autoimpuesta. Puede que mi apariencia en aquel lugar fuera seria, incluso la de un personaje no sólo inabordable, sino incluso intransigente y despiadadamente solitario. Sin embargo mi corazón no buscaba más que la compañía, el susurro de unas palabras amables en el oído, aquellas que me negaba a escuchar y que acrecentaban cada vez más mi relación con aquella que consideraba cada día con más fuerza más bien una enemiga que una aliada, pero a la que me aferraba desesperadamente y sin saber por qué. Fueron tiempos de desdicha y en los que sentía cómo mi mente se marchitaba, cómo mi ánimo envejecía y cómo sentía cada vez más claro que mi lugar no estaba aquí, que nunca jamás lo había estado.
Mis sueños, sí, todos. Esa fue mi vida ¡En ellos fui tan feliz! Son mis verdaderos recuerdos, mi existencia se produjo en todos ellos, no en ese fantasma que merodeaba por los alrededores de este mundo despierto, pero en realidad dormido.

Tal vez la mía fue la vida al revés y realmente lo que creí ser mi cotidianidad vacua y pobre sólo era una pesadilla constante, que se alternaba con la realidad que creo fueron mis sueños. Si esto fue así, entonces aseguro que mis días fueron de extremada felicidad; en los que conocí el verdadero amor de las más bellas mujeres, siempre correspondido; en donde hallé Eldorado y mi alma era inmensamente rica; en donde pude flotar entre las nubes, suspendido en un firmamento tan, pero tan bello que me aceleraba el corazón; donde el mundo ero un pozo de misterios que no tenía ningún pudor ni miedo en descubrir y de los que desvelar sus maravillosos e infinitos secretos; donde las criaturas más extravagantes e imposibles eran tan reales que podía tocarlas; donde mis ojos podían rebosar con enormes y dichosas lágrimas; donde, en definitiva, lo imposible no sólo no lo era, sino que precisamente era tan real que lo era todo.

Recuerdo muy bien a mi abuela, sobre todo sus últimos días, porque fueron también los míos. Ahora sí; con la pluma en el tintero vacío, con mi mano agarrotada pero satisfecha por lo que se le ha dejado hacer, siento un tacto frío y duro en mi hombro, pero que sosiega mi corazón enormemente. Algo escondido entre las sombras ha observado su clepsidra ya derramada justo a tiempo, y me avisa. La muerte es paciente, siempre lo ha sido. Llegada pues mi hora, con el chirrido de las patas de mi silla contra el suelo me levanto. Miro bien mi lecho eterno, aquel que me espera para , por fin, albergarme por los restos de lo que, desde el comienzo de mis tiempos, realmente fue mi vida.

ALFONSO D. S.



Venga, hasta luego.

PD: No es biográfico.

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Ciclamen
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Re: Las memorias carentes

Mensaje por Ciclamen » Dom Abr 29, 2012 00:31

Seré pues una campeona..
Para nada me he dormido..
Es más lo he releido..
y no es poco lo que he aprendido..
Gracias por compartirlo,Xabi...!!
ha sido un gustazo..!! :animar:

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Xabi
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Re: Las memorias carentes

Mensaje por Xabi » Dom Abr 29, 2012 03:23

¡Vaya!,

Te lo agradezco, Ciclamen.

Yo sigo pensando que es un tochazo bastante indigesto, pero me alegro mucho de que te haya gustado.

¡Un abrazo!.

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