Oí pasos entre la maleza y me escondí debajo de una tomatera que criaba unos pimientos rojos, desde allí vi llegar a Caperucita que dando saltos caminaba, luciendo una minifalda que casi nada le tapaba, ¡! ostras! como han cambiado los tiempos, Santa María, que pinta llevaba la niña, quien la ha visto y quién la ve.
Ella se alejaba cantando el estribillo de una canción de los Mojinos Escocios, algo así, como los escarabajos garrapateros, sin ver para nada el peligro que le acechaba, pues detrás, el lobo no le perdía de vista, mirándola con ojos golosinos, enseñando sus largas garras y picada dentadura y frotándose las manos.
En esos momentos, no sabía lo que hacer, si plantarle cara al lobo, o echar a correr hacia caperucita, para advertirle de la presencia del malvado animal. Pero no había tiempo para pensar, salté de la rama sin pensarlo dos veces, monté sobre mi grulla y esta empezó a volar en dirección a caperucita. Con mi espada, cortaba el viento a la vez que gritaba…. el lobo, el lobo. No tardé en dar alcance a la
moza, que en un recodo del camino, sentada en un tronco caído, un porro fumaba, tiré de las riendas de mi grulla, y esta se posó en el cesto de caperucita, yo caí de su lomo y enseguida quedé semi-enterrado entre las “perrunillas” que llevaba a su abuela, y así, entre los olores del cigarro y los anises que desprendía el canasto, me quedé dormido, sin saber cómo acabó esta historia.
