del rayo que ilumina la torre de la iglesia,
y que tinta de rojo las nubes en el cielo,
ese primer destello que despierta la vida.
Te apropiaste sutil del canto de los pájaros,
que rompen el silencio de la noche que acaba,
del rumor del arroyo y del viento en los árboles,
del frescor de las flores bañadas de rocío.
Tomaste con tus manos los frutos del otoño,
esos que, planeando, viajan hasta el suelo;
cogiste lo más bello de aquella amanecida,
y hasta el maná del cielo se te acunó en los brazos.
Reuniste todo aquello: la esencia de la vida.
Hiciste un ramillete y me entregaste el mundo.
¡A mí! Que no merezco ni un brote de tus ojos,
ni un halo de tu aliento, ni el tacto de tu mano...